domingo, 5 de diciembre de 2010

Internet y la Literatura

A grandes rasgos, existen al menos dos posiciones diferentes en este debate.

La primera sostiene que, en tanto las destrezas necesarias para la lectura y escritura de libros tradicionales –la expresión es poco feliz pero aclaratoria– no pueden ser reemplazadas por las habilidades necesarias para navegar y crear en la red, internet no sólo no modificará nuestros hábitos de lectura y escritura, sino que los hará aún más necesarios para conjurar esa dispersión y ese vacío que mencionábamos antes.


El semiólogo italiano Umberto Eco advierte al respecto que, en tanto no es igual leer una hoja de papel que una pantalla de computadora, los libros seguirán siendo insustituibles, no sólo para la literatura sino para todo texto que requiera ser leído “con cuidado”. Hasta ahora, concluye Eco, los libros continúan siendo “el medio más económico, accesible y fácil de usar para el transporte de información a bajo costo”.

De esta observación se desprende otra, consecuencia de la primera, que sostiene que sólo aquellos textos que no necesiten ser “leídos cuidadosamente” –como las enciclopedias o manuales– pueden correr el riesgo de volverse obsoletos ante el acelerado desarrollo de las nuevas tecnologías. El hipertexto –del cual nos ocuparemos en el próximo apartado– será entonces quien reemplace, en un futuro no muy lejano, a estos clásicos textos de consulta. Así, la Wikipedia (una enciclopedia on line en la que cualquiera puede agregar entradas o modificar las ya existentes) parecería ser el modelo de esta nueva manera de consultar información en la red (http://es.wikipedia.org/).

Beatriz Sarlo asume una postura similar al advertir que “lo difícil no es manejar esa tecnología sino estar intelectualmente preparado para navegar esa masa indócil de datos”. En este sentido, aventura Sarlo, “cuanto más se sabe, cuantos más libros se han leído, mejores hojas se pescan en el torbellino de la red, donde las buenas soluciones las encuentran quienes también son capaces de encontrar las buenas soluciones en los libros impresos”.

Parecería, no obstante, que queda aún irresuelta una pregunta fundamental en este debate. Ambas posturas coinciden en hacer una jerarquía de los discursos estudiados, jerarquía esta que parecería obturar la posibilidad de pensar en cómo pueden los escritores y lectores servirse de los recursos que les ofrece internet para ensayar un nuevo modo de hacer literatura, no sólo en sus contenidos sino, ante todo, en sus formas.

Más aún, en tanto existen numerosos proyectos fundados en la confianza en este “matrimonio”, de lo que se trataría ahora es de pensar sobre qué nuevos pilares descansan estas iniciativas y en qué modo modifican –ya en nuestro presente– la forma en que nos acercamos y acercamos a nuestros alumnos a la literatura.

El filósofo francés Michel Foucault señaló alguna vez que cada texto literario lleva implícita la respuesta a una pregunta esencial: “¿qué es la literatura?”. En la medida en que el libro no es tanto el objeto códex o el libro empastado como el texto contenido en él (Bruno De Vecchi), vale la pena indagar entonces qué concepción de la literatura subyace por debajo de esta nueva forma de práctica literaria.

Lector Activo


Lector activo

La lectura es un arte, aunque muchos autores de hoy lo ignoran, ya que andan atareados complaciendo lo que se espera de ellos: intrigas trilladas, personajes que hablen como en las series más mediocres de televisión, estilo de tiralíneas. Claridad se les reclama, y que no embrollen. Que respiren con naturalidad y no ensombrezcan las mañanas.

Ostentadora del gusto general, la mayoría lectora, que cuenta con la reveladora complicidad del sufragio de los que no leen, actúa como si hubiera vencido en las urnas y eso le permitiera ahora imponer la figura del lector pasivo y someter cualquier lectura individual a la más burda lectura general, prisión de todos.

Tiene este horror su lógica si se piensa que entre los lectores de hoy triunfa aquella comodidad que ya en los años treinta llevó a Cyril Connolly a ironizar sobre los perezosos: "Con independencia del talento que inicialmente posean, se condenan a ideas y amistades de segunda mano".

Hasta donde alcanza la memoria, mi icono clásico del lector activo es una lectora, Anna Karenina, viajando de noche en el tren de Moscú a San Petersburgo. Justo en el momento en el que Tolstoi parece haber suspendido ligeramente la intriga, Anna se coloca en las rodillas un almohadón y, envolviéndose las piernas con una manta, se arrellana cómodamente. Después, pide a Aniuska una linterna, que sujeta en el brazo de la butaca, y saca de su bolsita roja un cortapapeles y una novela inglesa.

En mi recuerdo, el momento es pura iluminación. Asocio la linterna de Anna con aquella peculiar luz propia, cuya necesaria existencia percibiera Paul Valéry cuando en sus Cuadernos consideró plausibles un tipo de obras que contaran con la iluminación propia del lector, es decir, un tipo de obras escritas sin pensar en darle algo a quien lee, sino, al contrario, pensando en recibir de él: "Ofrecer al lector la oportunidad de un placer -trabajo activo- en lugar de proponerle un disfrute pasivo. Un escrito hecho expresamente para recibir un sentido, y no sólo un sentido, sino tantos sentidos como pueda producir la acción de una mente sobre un texto".

Décadas después, Roland Barthes recogería el guante y diría que para devolverle su porvenir a la escritura había que darle la vuelta al mito: "El nacimiento del lector se paga con la muerte del autor". Exageró, pero con su idea dejó entretenidas a dos generaciones de estudiosos y demostró, además, que del acontecer implacable que conduce a la muerte nada nos distrae tanto como la lectura activa. La famosa muerte. La he visto esconderse en los relojes en La vida y las opiniones del caballero Tristram Shandy, esa novela con la que Laurence Sterne llenó de salud la relación del escritor con el lector: "A medida que prosiga usted en mi compañía, el ligero trato que ahora se está iniciando entre nosotros se convertirá en familiaridad, y ésta, a menos que uno de los dos falle, acabará en amistad".

Puede que fallarle a tipos como al gran Sterne sea el error de tantos lectores de ahora, consumidores de sucedáneos de la literatura. Pero anima saber que hay indicios del regreso del lector activo. Algo comienza a moverse en medio del barullo de las novelas esotéricas y otros engendros, y se diría que hasta incluso pierde ya fuelle la estúpida exaltación del lector pasivo, que esconde en realidad la exaltación de los que no leen. Reaparece el lector con talento y parece que comienzan a replantearse los términos del contrato moral entre autor y público. Respiran de nuevo los escritores que se desviven por un tipo de lector que sea lo suficientemente abierto como para permitir en su mente el dibujo de una conciencia extraña, incluso radicalmente diferente de la suya propia.

La secuencia central de toda lectura activa contiene el gesto más profundamente democrático que conozco. Es el gesto de quien sabe abrirse al mundo y a las verdades relativas del otro, a la sagrada revelación de una conciencia ajena. Si se exige talento a un escritor, debe exigírsele también al lector. Porque el viaje de la lectura pasa muchas veces por terrenos difíciles que reclaman tolerancia, espíritu libre, capacidad de emoción inteligente, deseos de comprender al otro y de acercarse a un lenguaje distinto del que nos tiene secuestrados. Como dice Vilém Vok, no es tan sencillo para un lector sentir el mundo como lo sintió Kafka: un mundo en el que se niega el movimiento y resulta imposible siquiera ir de un poblado a otro.

Las relaciones entre lector y escritor remiten tanto a un mundo radicalmente negado para el movimiento como a la escena más opuesta: dos aislados poblados kafkianos, acercándose. Una novela es una calle de dos direcciones, animada por dos talentos; una calle en la que la tarea que se requiere a ambos lados es, al final, la misma. Leer, cuando se lleva a cabo con linterna propia, es tan difícil y apasionante como escribir. Tanto quien escribe como quien lee, aun entreviendo el fracaso, buscan la revelación certera de lo que somos, la revelación exacta de la conciencia personal de uno mismo, y también de la del otro. Y aquellos que sitúan la lectura al nivel de la experiencia pasiva de ver televisión lo único que hacen es vejar a la lectura y a los lectores. De hecho, las mismas destrezas que se necesitan para escribir se precisan también para leer. Los escritores fallan a los lectores, pero también ocurre al revés y los lectores les fallan a los escritores cuando sólo buscan en éstos la confirmación de que el mundo es como lo ven en su pequeña pantalla. Los nuevos tiempos traen esa revisión y renovación del pacto exigente entre escritores y lectores. Cabe esperar, parafraseando a Henry James, que pronto pueda decirse que unos y otros trabajan con lo que tienen, y sus grandes dudas son su pasión, y esa pasión es precisamente su gran tarea.

Escritores vivos y la Tradicion


Escritores vivos y la Tradicion

La tradición oral latinoamericana, desde su pasado milenario, tuvo innumerables Iriartes, Esopos y Samaniegos que, aun sin saber leer ni escribir, transmitieron las fábulas de generación en generación y de boca en boca, hasta cuando aparecieron los compiladores de la colonia y la república, quienes, gracias al buen manejo de la pluma y el tintero, perpetuaron la memoria colectiva en las páginas de los libros impresos, pasando así de la oralidad a la escritura y salvando una rica tradición popular que, de otro modo, pudo haber sucumbido en el tiempo y el olvido.
No se sabe con certeza cuándo surgieron estas fábulas cuyos protagonistas están dotados de voz humana, mas es probable que fueron introducidos en América durante la conquista (siglo XVI), no tanto por las huestes de Hernán Cortés y Francisco Pizarro, sino, más bien, por los esclavos africanos llevados como mercancía humana, pues los folklorólogos detectaron que las fábulas de origen africano, aunque en versiones diferentes, se contaban en las minas y las plantaciones donde existieron esclavos negros; los cuales, a pesar de haber echado por la borda a los dioses de la fecundidad para evitar la multiplicación de esclavos en tierras americanas, decidieron conservar las fábulas de la tradición oral y difundirlas entre los indígenas que compartían la misma suerte del despojo y la colonización. Con el transcurso del tiempo, estas fábulas se impregnaron del folklore y los vocablos típicos de las culturas precolombinas.

Algunas fábulas de la tradición oral son prodigios de la imaginación popular, imaginación que no siempre es una aberración de la lógica, sino un modo de expresar las sensaciones y emociones del alma por medio de imágenes, emblemas y símbolos. En tanto otros, de enorme poder sugestivo y expresión lacónica, hunden sus raíces en las culturas ancestrales y son piezas claves del folklore, porque son muestras vivas de la fidelidad con que la memoria colectiva conserva el ingenio y la sabiduría popular.

El folklore es tan rico en colorido, que Gabriela Mistral estaba convencida de que la poesía infantil válida, o la única válida, era la popular y propiamente el folklore que cada pueblo tiene a mano, pues en él encontramos todo lo que necesita, como alimento, el espíritu del niño. En efecto, los niños latinoamericanos no necesitan consumir una literatura alienante y comercial llegada de Occidente, con una caravana de príncipes, hadas y gnomos, ya que les basta con oír las historias de su entorno en boca de diestros cuenteros, que a uno lo mantienen en vilo y lo ponen en trance de encanto, sin más recursos que las inflexiones de la voz, los gestos del rostro y los movimientos de las manos y el cuerpo.

Desde tiempos muy remotos, los hombres han usado el velo de la ficción o de la simbología para defender las virtudes y criticar los defectos; y, ante todo, para cuestionar a los poderes de dominación, pues la fábula, al igual que la trova en la antigua Grecia o Roma, es una suerte de venganza del esclavo dotado de ingenio y talento. Por ejemplo, el zorro y el conejo, que representan la astucia y la picardía, son dos de los personajes en torno a los cuales giran la mayor cantidad de fábulas latinoamericanas. En Perú y Bolivia se los conoce con el nombre genérico de “Cumpa Conejo y Atój Antoño”. En Colombia y Ecuador como “Tío Conejo y Tía Zorra” y en Argentina como “Don Juan el Zorro y el Conejo”.

Los personajes de las fábulas representan casi siempre figuras arquetípicas que simbolizan las virtudes y los defectos humanos, y dentro de una peculiar estructura, el malo es perfectamente malo y el bueno es inconfundiblemente bueno, y el anhelo de justicia, tan fuerte entre los niños como entre los desposeídos, desenlaza en el premio y el castigo correspondientes; más todavía, para que la moraleja y la nobleza de los diálogos adquieran mayor efecto, se ha recurrido al género de la fábula, cuyos personajes, aparte de ser los héroes de los niños latinoamericanos, no tienen nada que envidiar a los de Occidente y a los dibujos animados de Walt Disney.

En la actualidad, las fábulas de la tradición oral, que representan la lucha del débil contra el fuerte o la simple realización de una travesura, no sólo pasan a enriquecer el acervo cultural de un continente tan complejo como el latinoamericano, sino que son joyas literarias dignas de ser incluidas en antologías de literatura infantil, por cuanto la fábula es una de las formas primeras y predilectas de los niños, y los fabulistas los magos de la palabra oral y escrita.

Novela Psicologica


Novela Psicologica

La novela psicológica o novela de análisis psicológico, también conocida como realismo psicológico, es una obra de ficción en prosa que enfatiza la caracterización interior de sus personajes, sus motivos, circunstancias y acción interna que nace y se desarrolla a partir de la acción externa. La novela psicológica "pospone la narración a la descripción de los estados de ánimo, pasiones y conflictos psicológicos"[1] de los personajes
Técnicas
La novela psicológica no relata simplemente lo que ocurre, sino que explica el por qué y la finalidad de esta acción. En esta clase de literatura, el personaje y su caracterización son más importantes de lo normal, y profundizan más en la mente del personaje que las novelas de otro tipo. La novela psicológica puede llamarse la novela del "hombre interior".

En muchos casos, se usan las técnicas del flujo de conciencia o monólogo interior, para ilustrar mejor el trabajo interno de la mente humana. También pueden incluirse flashbacks. Otro recurso utilizado para indagar en el interior del personaje es a través de textos directamente emanados del personaje, como diarios íntimos o cartas.[2]

[editar] Ejemplos
La Novela de Genji, escrito en el Japón del siglo XI es considerada la primera novela psicológica.

En la literatura occidental, los orígenes de la novela psicológica pueden remontarse en La Fiammetta (1344) de Giovanni Boccaccio, esto es, antes de que se acuñara el término psicología. Otro ejemplo es Don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes.

El primer auge de la novela psicológica como un género novelístico se establece con la novela sentimental de la que Pamela o la virtud recompensada de Samuel Richardson es un primer ejemplo. Su fuerza descansa precisamente en el conocimiento del corazón humano, delineando el sentimiento, sus cambios; el motivo dominante de la obra es ese análisis minucioso de los sentimientos de su protagonista, captando claramente las emociones.[3]

La princesa de Clèves (siglo XVII), de Madame de La Fayette es considerada una primera precursora de la novela psicológica. Posteriormente, la novela psicológica por excelencia en francés es Rojo y negro de Stendhal.

Grandes novelas psicológicas son las de Dostoievski.En su obra más conocida, Crimen y Castigo, la novela psicológica alcanza su perfección más absoluta, debatiendo al individuo entre la aceptación de un tormento o la justificación de su acto.[2]

En España se cultivó esta corriente dentro del realismo decimonónico, por autores como Benito Pérez Galdós, Emilia Pardo Bazán y Armando Palacio Valdés.[1]